Un síndrome de abstinencia como cualquier otro
Permanecí tumbado en la cama esperando a que viniera la enfermera. Los botones de mi pijama estaban pegajosos y cubiertos de ceniza. Sólo podía fumar. Un único pensamiento ocupaba el poco espacio de mi cerebro: cocaína. Las luces del techo parecían retarme: ¿quién sería capaz de mantener la mirada por más tiempo?
Encendí un cigarro. Y otro. Y otro.
Inspiraba el humo con fuerza, como tratando de deshacer el nudo de espinas que tenía entre la garganta y el pecho. Y contaba. Empezaba por el número 3000 y retrocedía de uno en uno. Tenía que mantenerme concentrado lo suficiente como para darle esquinazo a ese maldito pensamiento. Tomaba atajos matemáticos: “2998, 2996, 2994”; y cambiaba al tres: “2994 menos 3 son 2991”. Alternaba distintas restas y así mantenía a raya mi obsesión. Raya… “Una raya de cocaína es lo que necesito para diluir esta maldita opresión del pecho”. “¡Enfermera! Seguro que se habrá encontrado con el bedel y están magreándose en el cuarto de las fregonas…”
El compañero de la habitación de al lado subía el volumen de la televisión. Tenía paranoias, decía que los del grupo de terapia querían entrar en su cuarto mientras dormía, y ahogarlo con la almohada. Por eso se desquitaba con el mando, para que todos pensáramos que estaba despierto y permaneciéramos, obedientes, en nuestras respectivas habitaciones. Que no entiendo yo muy bien para qué querría seguir vivo. Que vengan a ahogarme a mí. Que interrumpan mis pulsaciones de una jodida vez, que no quiero seguir contando y descontando.
La enfermera entró por fin. Apareció con el lápiz de labios corrido. Sentí ganas de vomitar. “Toma, cariño, te he traído un vaso de agua”, me dijo mientras se sentaba al borde de mi cama. Su caída de párpados era suave, como si estuviera ralentizada. Yo llevaba 36 horas sin poder cerrarlos. “Forma parte de la sintomatología de las primeras horas de abstinencia”, había diagnosticado un paternalista psiquiatra cuando ingresé. La enfermera me acercó el vaso y sacó el colirio. Mis ojos parecían dos canicas resecas. Hubiese matado porque esa enfermerita tan dispuesta me los arrancara. “Todo irá bien, cariño, esto sólo durará unos días”, repetía mientras me ponía las gotas. Yo sólo quería que cogiera la almohada. Que la cogiera y me mirara con la misma cara que todas esas putas con las que había estado el último año. Que me sonriera con ternura, como si fuera mi madre. Y que la apretara fuerte contra mi cara. Que me ahogara y que esa idea, que rebotaba irritante en mi cabeza, claudicara de una vez por todas.