Ayer me acosté y empecé a contar de tres mil hacia atrás. Esta técnica la ejercité muchísimo durante los primeros meses de ingreso en la clínica. Era algo así como la preparación para el parto en la que le enseñan a la mamá a respirar, solo que en este caso, el objetivo es eliminar pensamientos, vivir el ahora, es decir, el cálculo o, más bien, la cuenta atrás.
Lo que me inquietó y llevó a tales ejercicios de conciencia, fue la consecuencia que vino después de leer un artículo cuyo autor defendía el hecho de que sólo somos aquello que Google dice que somos.
No era la primera vez que ponía mi nombre en esa bochornosa e impertinente casilla del buscador. De hecho, la última vez que lo hice fue hace unos añitos y la carambola fue prácticamente “sin resultados”. No había nada que temer, así que me arriesgué.
La primera entrada no me sorprendió, era mi cuenta de Twitter. Sin embargo, cuando bajé la vista, me topé con una definición de mí misma con la que no me sentí para nada identificada. El post, entrada, link o como diablos se llame, se refería a una charla que di en Complot, “una escuela de creativos hecha por creativos”. La cuestión es que se trataba de la Oihana del 2006. Es decir, aquella a la que todavía le faltaba un año para empezar la desintoxicación.
Traté de recordar de qué hablé sin atreverme a abrir el enlace por si hubiera alguna foto en la que salía yo. Lo máximo que alcancé a visualizar en mi tullida memoria fue el tema: el Product Placement. Todavía me hierve la sangre cuando me acuerdo de la invidente fe que puse en el proyecto y mi incapacidad para gestionarlo. Mi perseverancia, ímpetu y osada obstinación hicieron que luchara hasta el final perdiendo una gran cantidad de valiosos “recursos”, económicos y afectivos.
Aquella tarde, en mi charla, las personas me miraban y parecían entender lo que contaba, probablemente mucho más que yo misma. Creo adivinar que incluso hubo alguna pregunta. En cualquier caso, aunque nerviosa, la empecé y la terminé. Cosa que no puedo decir de un sinfín de actividades que acontecieron durante la década de mis veinte.
Después, los directores de la Escuela me invitaron a cenar a un restaurante japonés del barrio de Gràcia en Barcelona. Solo una cosa me vino a la cabeza con una nitidez espantosa: las incómodas expresiones que se lanzaban uno al otro cada vez que yo pedía una “botellita” más de sake. Perdí la cuenta en la octava. Quién sabe cuántas más fueron. Y, en realidad, qué más dará ahora.
O quizá sí que importe, pues si hago caso a Google ¿seré todavía hoy aquella que dio la charla?, ¿el enano gruñón que tan poco divertía a mi hermana?, ¿la que escribe ahora?, o ¿la de mañana?.
Sea la que sea, Google es solo un buscador que nos convierte en anticuadas fotografías con las que debemos aprender a lidiar. Si alguna vez os ofende, no lo dudéis, contad hacia atrás y todo habrá terminado.