Y el “mono” se quito su disfraz. Autora Oihana

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sep 11, 2012 by No hay comentarios Publicado en: Relato

Cuatro palabras referentes a mi recién estrenado blog fueron suficientes para cuestionar mi rehabilitación. No escribes de corazón -dijo mi padre-. ¿Cinco años de terapia de grupo y todavía me ponía la máscara?. Las vacaciones, y con ellas el descanso, estaban acabando y opté por no darle demasiada importancia al comentario. Pero, más tarde, mientras buceaba en la piscina, el inoportuno silencio me llevó a recordar mis mentiras.

Ingresé con veintinueve años una mañana de marzo. Mi padre me regaló una flor, mi hermana lloró y yo, finalmente, dormí. Los días siguiente se convirtieron en repetitivas sucesiones de terapias, desconocidos, abundante comida, enfermeras y muchas ganas de tomar cualquier cosa “tomable”.

Mis primeros meses en terapia fueron como una carrera de fondo en la que la meta era dejar de mentir. Mentía sobre mi trabajo, sobre mi familia, sobre mis amigos, sobre mis amantes, mentía y mentía para volver a mentir. Habla de corazón -decían mis terapeutas-. Mientes, volverás a tomar -insistían mis compañeros-. Pero ¿cómo decir la verdad?

Nunca pretendí dejar de tomar. ¿Por qué debía hacerlo si los yonkis eran ellos? -pensaba-, yo estoy aquí porque estoy deprimida y por eso bebo. No se me ocurrió pensar que, en realidad, era al revés.

Pero ellos insistían en que, además, debía dejar de llorar por mí y por los falsos dramas que me adjudicaba, tenía que dejar de seducir a todo el mundo, abandonar aquel pseudo-intelectualismo con el que siempre aprendía la teoría de todo, participar en el juego y ahogar, de una vez por todas, la prepotencia, arrogancia y soberbia que habían terminado por convertirme en una payasa que desbordaba tiranía. En definitiva, debía cruzar la meta y convertirla, de nuevo, en salida.

Yo no entendía nada. Un adicto solo, no puede. Mi madre y mis compañeros lo hicieron por mí el 3 de agosto de aquel mismo año en una terapia.

Ese día, por fin, después de que un puzzle traidor se riera del temblor de mis manos y el hipo me impidiera defenderme de todas las verdades que se dijeron sobre el sofisticado personaje tras el que me escondía para consumir, tomé contacto con mi enfermedad. Entonces descubrí que no podía decir la verdad. No podía porque la mentira era yo.

Así, al día siguiente, y tras interminables horas sin poder cerrar los párpados a causa de un, más que incómodo, síndrome de abstinencia, empecé a decir la verdad. Al principio, hablar de corazón en una sala de más de veinte personas, fue como un deporte de riesgo: la adrenalina se me disparaba, el miedo me provocaba nauseas y mis miserias se convertían en terribles espectros a los que no me quedaba más remedio que mirar a la cara. Pero todo cambio a medida que las palabras, infantiles y asustadas, salían de mi boca vestidas de honestidad. Las ganas de tomar, por fin, se quedaron sin excusas.

Sin embargo, lo cotidiano, la mayoría de las veces, no me permite ir por ahí como una niña con su bata, diciendo siempre la verdad. Quizá mi padre tenga razón, quizá sea inevitable elegir constantemente un nuevo disfraz. O, quizá no.

elvira

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